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La ciudad de Dios

Pero en Cartago, ¿quién sabe, á excepción de muy pocos, la salud que recobró Inocencio, abogado que fué de la audiencia del gobernador, hallándome yo presente y viéndolo con mis propios ojos? Como él con toda su família era muy devoto, nos hospedó á mí y á mi hermano Alipio cuando veníamos de la otra parte del mar, que aunque no éramos clerigos, sin embargo, ya servíamos á Dios, y entonces posábamos en su casa. Ourábanle los médicos unas fístulas que tenía, siendo muchas y muy juntas en la parte posterior y más baja del cuerpo. Ya le habían abierto y lo que restaba de la cura lo continuaban con medicamentos. Padeció, cuando le abrieron, largos y crueles dolores; pero entre muchos senos que tenía, uno se les olvidó á los médicos, ocultándoseles en tal conformidad, que no llegaron á él cuando debieran abrirle con el hierro. Finalmente, habiendo sanado todos los que habían abierto, éste sólo quedó, en cuya curación trabajaban en vano. Y teniendo él por sospechosas estas dilaciones y recelando mucho le volviesen á abrir, según ya le había anunciado otro médico doméstico y afecto suyo (á quien los otros no habían admitido para que siquiera viese cuando la primera vez le abrieron cómo hacían lo operación, y por una disensión que tuvo con él le había echado de la casa y con dificultad le había vuelto á recibír), exclamó y dijo: ¿qué, me han de sajar otra vez? ¿He de venir á parar á lo que insinuó aquel que no quisisteis que se hallase presente? Ellos, burlándose de aquel médico, decían que era un ignorante, y con buenas palabras y promesas le templaban y disminuían el miedo. Pasáronse otros muchos días; nada de cuanto hacían aprovechaba, y, sin embargo, los médicos perseveraban en sus ofertas de que había de cerrarse aquel seno, no con hierro, sino con medicinas. Llamaron también á otro médico ya anciano y de gran fama en au facultad, Amonio, que