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San Agustín

pedirlo el temor, no ya de alguna ligera ofensa de ánimo, sino de penas y tormentos inmensos y varios, ni aun el terror de la misma muerte, que suele ser más horrible que todos los tormentos juntos. La Ciudad de Cristo, aunque entonces era todavía peregrina en la tierra, y tenía grandes escuadrones de crecidos pueblos y gentes, con todo, no cuidó de resistir y pelear contra sus impíos perseguidores en defensa de su vida y salud temporal; antes por conseguir la eterna, no les repugnó. Los prendían, encarcelaban, atormentaban, abrasaban, despedazaban, mataban, y, sin embargo, se multiplicaban. No tenían otro modo de pelear para salvar su vida, que despreciar la misma vida por el Salvador. Conservo en la la memoria que en el libro III de Repilica, de Cicerón, se dice, si no me engaño, que una ciudad buena y consumada en virtud, no debe emprender guerra, si no es ó por la fe ó por la salud pública. Y lo que llama salud, ó qué quiere significar con esta palabra, en otro lugar lo manifesta, diciendo: ««de estas penas, las que sienten aun los más insensatos, como son indigencia, destierro, prisión y azotes, se libertan en ocasiones los particulares con acabar de improviso la vida. Pero las ciudades, la pena mayor es la misma muerte, la cual parece que liberta á cada uno de la pena; porque la ciudad ha de estar establecida y ordenada de tal conformidad, que sea eterna. Así que no hay muerte natural para la República, como la hay para el hombre, en quien la muerte no sólo es necesaría, sino que muchas veces se debiera desear. Mas cuando una ciudad es asolada, destruída y aniquilada, se asemeja en cierto modo (comparando los objetos pequeños con los grandes) á si todo este mundo pereciese y se acabase». Esto dice Cicerón, porque opina con los platónicos, que el mundo no ha de fenecer. Consta, pues, que quiso que la Ciudad emprenda la guerra por