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La ciudad de Dios

así precedió aquí causa, por la que esta creyese, y con fe sincera, no sin justo motivo amase, no lo que era falso, sino lo que era verdadero. Porque además de tantos y tan estupendos milagros, que persuadieron aun á los más obstinados que Cristo era Dios, también precedieron profecías divinas, dignas por todas sus circunstancias de fe, las cuales, no como los padres creemos que han de cumplirse, sino que las observemos ya plenamente cumplidas. De Rómulo, porque fundó á Roma y reinó en ella, oímos y vemos lo que sucedió, y no un portento que antes estuviese vaticinado. Dicen las historias que se sostuvo y creyó que fué transportado entre los dioses; más no nos prueban que así ocurriera. Con ninguna señal maravillosa se evidencia que realmente sucediese; pues la loba que crió á los dos hermanos, lo cual se tiene por singular portento, ¿de qué sirve ó qué prueba para hacernos ver que era dios, mediante á que por lo menos, si aquella loba no fué positivamente una ramera, sino una bestia, el milagro debía ser común y extensivo á los dos hermanos, y, sin embargo, no tienen por Dios á au hermano? ¿Y á quién le prohibieron que confesase por dioses á Rómulo ó á Hércules, ó á otros tales hombres, y quiso antes morir que dejarlo de confesar? ¿Hubiera acaso alguna nación que adorara entre sus dioses á Rómulo si no los obligara á este vano rito el temor del nombre romano? ¿Y quién podrá numerar la inmensa multitud de los que quisieron antes morir con cualquiera género de muerte cruel é inaudita, que negar la divinidad de Cristo? Así, pues, el temor de la indignación de los romanos, si no se adorara á Rómulo, pudo forzar á algunas ciudades que estaban bajo el yugo y jurisdicción romana á dorarle como á dios; pero el adorar á Cristo por Dios, y confesarle por tal un número considerable de mártires esparcidos por todo el ámbito de la tierra, no pudo im-