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San Agustín

plasen, y los reunió en una comunidad á que llamamos Ciudad santa y soberana, en la cual el alimento con que se substentasen y fuesen bienaventurados quiso que fuese el mismo Dios, como vida y subatento común de todos. A esta misma naturaleza intelectual la dió libre albedrío, de manera que si quisiese dejar á Dios, que es su bienaventuranza, le sucediese la miseria. Y sabiendo Dios que algunos angeles, por la altivez y soberbis con que habían de presumir bastarse para su vida bienaventurada, serían desertores y apóstatas de tanto bien, no les quitó esta potestad, juzgando mejor sacar bien aun de las cosas malas, que impedir hubiese las malas.

Las cuales no hubiera si la naturaleza mudable, aunque buena y criada por el sumo Dios ó bien inconmutable, no las hubiera hecho ella misma malas, pecando el testimonio de este su pecado, convence también que la naturaleza en su creación fué buena. Si no fuera un grande bien, aunque no igual á su Criador, el dejar á Dios, que era como luz suya, no pudiera ser su mal; pues así como la ceguera es un vicio de los ojos que nos maniflesta fué criado el ojo para ver la luz, y con este vicio se nos declara que es más excelente que los demás órganos el órgano capaz de luz (porque no por otra causa sería su vicio el carecer de luz), así la naturaleza que gozaba de Dios nos enseña con su mismo vicio que fué criada muy buena, con cuyo vicio es miserable, porque no goza de Dios, el cual castigó la caída voluntaria de los ángeles con la justísima pena de la eterna infelicidad; y á los demás que perseveraron en aquel sumo bien les concedió que estuviesen ciertos y seguros de su perseverancia, como premio de la misma perseverancia. Crió al hombre también con el mismo libre albedrío, aunque terreno, digno del cielo si perseverage en la unión de su Criador, y si le desamparase, digno de una miseria, cual conviniese á semejante naturaleza.