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La ciudad de Dios

ron despertar, y decía que al cabo de algunos días volvió en sí como quien despierta, y refirió como sueño lo que había padecido, es á saber, que se había vuelto caballo y que había acarreado y conducido á los soldados en compañía de otras bestias y jumentos, su vianda, que en latín se dice retica, porque se lleva en las redes ó mochilas; todo lo cual se supo que había sucedido así como lo contó, y á él, sin embargo, le parecía haberlo soñado. También refirió otro, que estando en su casa de noche, antes de dormirse, vió venir hacia él un filósofo muy amigo suyo, quien le declaró algunos secretos y doctrinas de Platón, las cuales, pidiéndoselo antes, no se las había querido declarar. Y preguntándole al mismo filósofo, por qué había hecho en casa del otro lo que, rogándoselo, no había querido hacer en la suya propia: «no lo hice yo, dice, sino que soñé haberlo hecho». Así se presentó al que velaba por imagen fantástica, lo que el otro aoñó. Estas simplezas llegaron á mi noticia, contándolas, no alguno á quien pensara era indigno de darle crédito, sino personas que imagino no mentirían. Y por eso lo que dicen y escriben de que en Arcadia los dioses, ó por mejor decir, los demonios, suelen convertir á los hombres en lobos, y que con sus encantamientos transformó Circe á los compañeros de Ulises del modo que ya he dicho, me parece que pudo ser, si es que así fué; y que las aves de Diomedes, supuesto que dicen que todavía dura su generación sucesivamente, no fueron convertidas de hombres en aves, sino que presumo las pusieron en lugar de aquella gente que se perdió ó murió, como pusieron allá á la cierva en lugar de Iffgenia, hija del rey Agamenón; pues para los demonios no son dificultosos semejantes engaños cuando Dios se lo permite. Como hallaron después viva aquella doncella, fué fácil de entender que en su lugar pusie-