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La ciudad de Dios

pues por algunos de éstos oye Dios la oración de su Iglesia ó la de algunos corazones píos y devotos; pero por aquellos que, siendo reengendrados en Cristo, no vivieron en la tierra tan mal que no los juzga por indignos de semejante misericordia, ni tampoco tan santamente que sea averiguado que no necesitan de tal misericordia. Así como tampoco, acabada la resurrección de los muertos, no faltarán con quienes, después de las penas que suelen padecer las almas de los difuntos, se use de misericordia, de suerte que no los echen al fuego eterno. Porque no se dirá con verdad de algunos que (1) «no se les perdonará ni en este siglo ni en el futuro», si no hubiera á quienes se les perdonara, ya que no en éste, á lo menos en el venidero. Pero habiendo dicho el mismo juez de los vivos y de los muertos (2): «Venid, benditos de mi Padre, tomad la posesión y gozad del reino que os está preparado desde el principio del mundo». Y á otros, por el contrario (3): «Idos de mímalditos,, al fuego eterno que está dispuesto para el diablo y sus ángeles, y así irán éstos á los tormentos eternos, y los justos á la vida eterna». Es demasiada presunción decir que ninguno de aquellos á quienes dice Dios que irán al tormento eterno ha de ir á pade—cer las perpetuas penas, y hacer con la fe sincera de esta presunción que se pierda la esperanza ó se dude también de la misma vida eterna. Nadie, pues, entienda así el Salmo que dice (4): «¿acaso ha de olvidarse Dios de usar de su misericordia, ó detendrá en su ira sus misericordias?» Pensando que la sentencia de Dios en cuanto a los hombres buenos es verdadera, y en cuanto á los malos falsa, ó en cuanto a los hombres bue—.

(1) San Mateo, cap. XII.

(2) San Mateo, cap. XXV.

(8) Idem, Evang. lug. cit.

(4) Salmo 76.