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La ciudad de Dios

cios ocuitos y secretos que se cree ser virtudes, y en ellos reina la soberbia y una soberanía despótica de agradarse á sí propio que amenaza ruina. Hemos, pues, de dar por vencidos los vicios cuando se vencen por amor de Dios, cuyo amor ningún otro nos le da sino el mismo Dios, y no de otro modo sino por el mediador de Dios y de los hombres, Jesucristo Hombre y Dios, quien se hizo partícipe de nuestra 'moralidad por hacernos partícipes de su divinidad. Poquísimos son los que se hacen dignos de alcanzar tanta felicidad y dicha, que desde el principio de su juventud no hayan cometido pecado alguno que pueda condenarlos, ó torpezas.

ó crímenes execrables ó algún error de perversa impiedad, á no ser que por un particular don y liberalidad del espíritu triunfen de todo lo que les podía sojuzgar y sujetar con el deleite carnal. Pero muchos, habiendo recibido el precepto de la ley, si se ven vencidos, prevaleciendo los vicios y hechos ya transgresores de la ley, se acogen á la gracia auxiliante, para que de esta manera, haciendo áspera y condigna penitencia y peleando valerosamente, sujetando primero el espíritu á Dios, y prefiriéndole á la carne, puedan salir vencedores. Cualquiera que desea escapar y libertarse de las penas eternas, no sólo debe bautizarse, sino también justificarse en Cristo, como si verdaderamente pasase y se transfiriese de la potestad del demonio al yugo suave de Cristo. Y no piense que ha de haber penas del purgatorio sino en el ínterin que venga aquel último y tremendo juicio. Aunque no puede negarse que igualmente el mismo fuego eterno, conforme á la diversidad de los méritos, aunque malos, será para algunos más benigno y para otros más riguroso, ya sea variando su fuerza y ardor, según la pena que cada uno merece, ya sea ardiendo para siempre lo mismo, pero sin ser para todos igual sufrimiento.

Toио IV.

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