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La ciudad de Dios

reinando Ezequías, como ahora lo acabamos de insínuar. Mas lo que escribe Varrón sobre la estrella de Venus, ó el lucero, no dice fuese favor concedido á alguno que lo solicitase.

No confundan, pues, ni alucinen sus entendimientos los infieles con el conocimiento de las naturalezas, como si Dios no pudiese hacer en algún ente otro efecto distinto de lo que conoce de su naturaleza la experiencia humana, aunque las mismas cosas de que todos tienen noticia en el mundo no sean menos admirables, y serían estupendas á todos los que las quisieran considerar seriamente, si se acostumbrasen los hombres á admirarse de otras maravillas que de las raras. Porque, ¿quién hay que discurriendo con recta razón no advierta, por una parte, que en la innumerable multitud de los hombres, y en una tan singular semejanza de naturaleza, con grande maravilla cada uno tiene de tal manera su rostro, que si no fuesen tan semejantes entre sí, no se distinguiría su especie de los demás animales, y si no fuesen entre sí tan desemejantes, no se diferenciaría cada uno en particular de los demás de su especie? De modo que reconociéndolos gemejantes, hallamos que son distintos unos de otros.

Pero es admirable la consideración de la desemejanza, porque con más justa razón parece que la naturaleza común es más afecta á la semejanza, y, sin embargo, aunque las cosas que son raras son las admirables, mucho más nos maravillamos cuando hallamos dos tan parecidos, que en conocerlos y distinguirlos, siempre, á las más veces nos equivocamos.

Pero lo que he dicho que escribió Varrón, con ser historiador suyo, y tan instruído, acaso no creerán que sucedió realmente, ó porque no duró y perseveró por mucho espacio de tiempo aquel curso y movimiento de aquella estrella, que volvió a su acostumbrado movi-