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La ciudad de Dios

parecer á madurar; pero, mordidas ó apretadas con la mano, rompiéndose el hollejo, se deshacen y resuelven en humo y pavesas. Que la piedra pirita, en Persia, quema la mano del que la tiene si la aprieta mucho, por lo que se llama así, tomando su denominación del fuego.

Que en la misma Persia se cría también la piedra selenita, cuya blancura interior crece y mengua con la luna. Que en Capadocia las yeguas conciben del viento, y que sus crías no viven más de tres años. Que la isla de Tilos, en la India, se aventaja á las demás tierras, porque cualquier árbol que se cría en ella, nunca pierde las hojas.

De estas y otras innumerables maravillas que se hallan insertas en las historias, no de las que han sucedido y pasado, sino que existen todavía (que intentar yo referirlas aquí estando empleado en otras materias, sería asunto muy prolijo), dennos la causa si pueden e8tos infleles é incrédulos que no quieren creer las divinas letras, teniéndolas por otras antes que por divinas, porque contienen cosas increíbles, como es esta de que ahora tratamos, pues no hay razón (dicen) que admita que se abrase la carne y no se consuma, que sienta dolor y no pueda morir. Hombres, en efecto, de gran discurso y razón y que nos la pueden dar de todas las cosas que nos consta son admirables,, dennos, pues, la causal de las pocas que hemos citado, las cuales sin duda si no supiesen que son así y les dijésemos que habían de ser, mucho menos las creerían que lo que les decimos ahora que algún día ha de ser. Porque, ¿quién de ellos nos daría crédito si como les decimos que ha de haber cuerpos humanos vivos de tal calidad que han de estar siempre ardiendo y con dolor, y, sin embargo jamás han de morir, les dijésemos que en el siglo futuro ha de haber sal de tal especie que la haga el fuego derretir como se derrite ahora en el agua, y que á