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La ciudad de Dios

del pueblo fiel y Ciudad de Dios; y su imagen, á mi parecer, es el disfraz ó fingimiento de las personas que hacen como que profesan la fe y viven infielmente, porque fingen que son lo que realmente no son, y se llaman, no con verdadera semejanza y propiedad, sino con una falsa y engañosa apariencia, cristianos; pues á esta misma bestia pertenecen, no sólo los enemigos descubiertos del nombre de Cristo y de su ciudad gloriosa, sino también la cizaña que se ha de recoger de su reino, que es la Iglesia, en la consumación del siglo. ¿Y quiénes son los que no adoran á la bestia ni á su imagen, sino los que practican lo que insinúa el Apóstól (1), «que no llevan el yugo con los infieles», porque no adoran, esto es, no consienten, no se sujetan, ni admiten, ni reciben la inscripción, es á saber, la marca y señal del pecado en sus frentes por la profesión, ni en sus manos por las obras? Así que, ajenos de estos males, ya sea viviendo aun en esta carne mortal, ya sea después de muertos reinan con Cristo, aun en la actualidad, con cierta manera congrua y acomodada á esta vida por todo el espacio de tiempo que se nos significa con los mil años. Los demás, díce, no vivieron (2), «porque ahora es la hora en que los muertos han de oir la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren, vivirán»; pero los demás no vivirán. Y añade: hasta el complemento de los mil años debe entenderse que no vivieron aquel tiempo en que debieron vivir, es decir, procurando pasar de la muerte á la vida. Y así cuando venga el día en que se verificará la resurrección de los cuerpos, no saldrán de los monumentos y sepulturas para la vida, sino para el juicio, esto es, á la condenación, que se llama segunda muerte. Porque cualquiera que no vi(1) San Pablo, ep. A los Corintios, cap. VI, v. 14.

(9) San Pablo, I ep. á los Corintios, cap. VI, v. 14.

Tomo IV.
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