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La ciudad de Dios

los pecados que de la perfección de las virtudes. Testigo es de esta verdad la oración que hace toda la Ciudad de Dios, que es peregrina en la tierra, pues por todos sus miembros clama á Dios: «Perdónanos, Señor, nuestras deudas, así como nosotros perdonamos á nuestros deudores». Oración que tampoco es eficaz si la hacen aquellos cuya fe, sin obras es muerta; sino por aquellos, cuya fe obra y se mueve por caridad y predilección. Pues aunque la razón esté sujeta á Dios, con todo, en esta condición mortal y cuerpo corruptible que agrava y comprime el alma, no es ella perfectamente señora de los vicios, y por eso tienen necesidad los justos de hacer semejante oración. Porque en efecto, aunque parezca que manda, de ningún modo manda, y es señora de los vicios sin contraste ni repugnancia.

Sin duda aparece en esto cierto flaqueza, aun al que es valeroso y pelea bien, y aun al que es señor de talesenemigos vencidos ya y rendidos, por cuyo motivo viene á pecar, cuando no tan fácilmente por obra, á lo menos por la palabra, que ligeramente resbala, ó con el pensamiento, que sin repararlo, vuela. Por lo cual, mientras hay necesidad de mandar y moderar á los vicios, no puede haber paz íntegra ni plenaria, pues los objetos que nos contrastan y repugnan no se vencen sin peligrosa batalla, y de las vencidas no triunfamos con paz segura, sino que todavía es indispensable reprimirlas con solícito y cuidadoso imperio. En estas tentaciones, pues, (de todas las cuales brevemente dice la Sagrada Escritura que la vida del hombre está llena de peligros y tentaciones sobre la tierra»), ¿quién habrá que presuma que vive de manera que no tenga necesidad de decir á Dios perdónanos nuestras deudas, sino algún hombre soberbio? Y no grande, sino algún espíritu altivo, hinchado y presumido, á quien justamente se opone y resiste el que concede su divina gra-