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La ciudad de Dios

los objetos que conciernen á la vida mortal. La Ciudad celestial, ó, por mejor decir, una parte de ella que anda peregrinando en esta mortalidad y vive por la fe, también tiene necesidad de semejante paz; y mientras en la Ciudad terrena pasa como cautiva la vida de su peregrinación, como tiene ya la promesa de la redención yel don espiritual, como prenda no duda sujetarse á las leyes de la Ciudad terrena, con que se administran y gobiernan las cosas que son á propósito y acomodadas para sustentar esta vida mortal, Porque como es común la misma mortalidad en las cosas tocantes á ella, guardase la concordia entre ambas Ciudades. La Ciudad terrena tuvo ciertos sabios, hijos suyos, á quienes reprueba la doctrina del cielo, los cuales, ó porque lo pensaron así ó porque los engañaron los demonios, creyeron que era menester conciliar muchos dioses á las co sas humanas, á cuyos diferentes oficios, por decirlo así, estuviesen sujetas diferentes cosas, á uno el cuerpo y á otro el alma; y en el mismo cuerpo, á uno la cabeza y á otro el cuello, y todos los demás á cada uno el suyo.

Asimismo en el alma, á uno—el ingenio, á otro la sabiduría, á otro la ira, á otro la concupiscencia; y en las mismas cosas necesarias á la vida, á uno el ganado, á otro el trigo, á otro el vino, á otro el aceite, á otro las selvas ó florestas, á otro el dinero, á otro la navegación, á otro las guerras, á otro las victorias, á otro los matrimonios, á otro los partos y la fecundidad, y así á los demás todos los ministerios humanos restantes. Pero como la Ciudad celestial conoce á un solo Dios para reverenciarle, entiende y sabe pía y sanamente que á él sólo se debe servir con aquella servidumbre que los griegos llaman latria, que no debe prestarse sino á Dios.

Sucedió, pues, que las leyes tocantes á la religión no pudo tenerlas comunes con la Ciudad terrena, y por ello le fué preciso disentir y no conformarse con ella, y ser