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La ciudad de Dios

«mientras está en este cuerpo mortal, anda peregrinado ausente del Señor, porque camina todavía con la fe, y no ha llegado aun á ver á Dios claramente»; por esto toda paz, ya sea la del cuerpo, ya la del alma, ó juntamente del alma y del cuerpo, la refiere á aquella paz que tiene el hombre mortal con Dios inmortal, de modo que tenga la ordenada obediencia en la fe bajo de la ley eterna. Y asimismo porque nuestro Divino Maestro, Dios, nos enseña dos principales mandamientos, es á saber, que amemos á Dios y al prójimo, en los cuales descubre el hombre tres objetos, que es amar á Dios, á sí mismo y al prójimo, y como no yerra en amarse á sí mismo el que ama á Dios, síguese que para amar á Dios haya de mirar también por el prójimo, de quien le ordenan que le ame como á sí mismo, y de la misma conformidad, por el bien de su esposa, de sus hijos, de sus domésticos, y de todos los demás hombres que pudiere. Y para esto ha de desear y querer, si acaso lo necesita, que el projimo mire por él. De esta manera vivirá en paz con todos los hombres, con la paz de los hombres, esto es, con la ordenada concordia en que se observa este orden, cual es, primero, que á ninguno haga mal ni cause daño; y segundo, que haga bien á quien pudiere. Lo primero á que está obligado es al cuidado de los suyos, porque para mirar por ellos tiene la ocasión más oportuna y más fácil, según el orden así de la naturaleza como del mismo trato y sociedad humana. Y así dijo el Apóstol (1), «que el que no cuida de los suyos, y particularmente de los domésticos, éste tal niega la fe, y es peor que el infiel». De aquí nace también la paz doméstica, esto es, la ordenada y bien dirigida concordia que tienen entre sí, en mandar y obedecer los que habitan juntos. Porque mandan los (1) San Pablo, I ep. á Thimotheo, cap. V, v. 9.

TOMO IV.

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