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La ciudad de Dios

Porque es tan singular el bien de la paz, que aun en las cosas terrenas y mortales no solemos oir cosa de mayor gusto, ni desear objeto más agradable, ni, finalmente, podemos hallar cosa mejor. Si en esto nos detenemos algún tanto, no creo seremos pesados á los lectores, así por el fin de esta Ciudad de que tratamos, como por la misma suavidad de la paz, que tan agradable es á todos.



CAPÍTULO XII

Cómo los hombres, aun con el crado rigor de la guerra y todos los desasosiegos é inquietudes, desean llegar al fin de la paz, sin ouyo apetito no se halla cosa alguna natural.


Quien considere en cierto modo las cosas humanas y la naturaleza común, advertirá conmigo que así como no hay quien no guste de alegrarse, tampoco hay quien no guste de tener paz: pues hasta los mismos que desean la guerra apetecen vencer, y, guerreando, llegar á una gloriosa paz. ¿Qué otra cosa es la victoria sino la sujeción de los contrarios? Lo cual conseguido, produce paz. Así que, con intención de la paz se subtenta también la guerra, aun por los que procuran ejercer la virtud bélica, siendo generales, mandando y peleando: por donde consta que la paz es el deseado fin de la guerra, porque todos los hombres, aun con la guerra buscan la paz, pero ninguno con la paz busca la guerra. Hasta los que quieren perturbar la paz en que viven, no es porque aborrecen la paz, sino por trocarla á su albedrío. No quieren, pues, que deje de haber paz, sino que haya la que ellos desean. Finalmente, aun cuando por sediciones y discordias civiles se apar-