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San Agustín

cipalmente porque á la misma Ciudad de Dios, de que tratamos en este tan prolijo discurso, la dicen en el Salmo (1): «Alaba ¡oh Jerusalén! al Señor, y tú, Sión, alaba á tu Dios, porque confirmó y fortificó los cerrojos de tus puertas, y bendijo los hijos que están dentro de ti, el que puso á tus fines la paz»; porque cuando estuvieren ya confirmados los cerrojos de sus puertas, ya no entrará nadie en ella, ni tampoco nadie saldrá de ella. Por eso por sus fines debemos aquí entender aquella paz que queremos manifestar que es la final: pues aun el nombre místico de la misma ciudad, esto es, Jerusalén, como lo hemos ya insinuado, quiere deeir visión de paz, por cuanto igualmente el nombre de paz ordinariamente le usurpamos y acomodamos á las cosas mortales, donde sin duda no hay vida eterna, por eso quise mejor llamar al fin de esta Ciudad donde estará su sumo bien, vida eterna, que no paz.

Y hablando de este fin, dice el Apóstol (2): «Ahora, como os ha librado Dios de la servidumbre del pecado y os ha recibido en su servicio, tenéis aquí y gozáis del fruto de vuestra justicia, que es vuestra santificación, y esperáis el fin, que es la vida eterna». Pero por otra parte, como los que no están versados en la Sagrada Escritura, por la vida eterna pueden entender también la vida de los malos ó por la inmortalidad del alma, que también algunos filósofos admiten, ó, según nuestra fe, por las penas sin fin de los malos, quienes sin duda no pueden padecer eternos tormentos, sino viviendo eternamente en realidad de verdad, al fin de esta Ciudad, en la cual se llegará al sumo bien, le debemos llamar, ó paz en la vida eterna, ó vida eterna en la paz, para que más fácilmente lo puedan entender todos.

(1) Salmo 147.

(2) San Pablo, ep. & los Romanos, cap. VI.