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La ciudad de Dios

plenísima y cierta paz: pues en él los dones de la naturaleza, esto es, los que da á nuestra naturaleza el Criador de todas las naturalezas, no sólo serán buenos, sino eternos, no sólo en el alma, la cual se ha de reparar con la sabiduría, sino también en el cuerpo, el cual se ha de renovar con la resurrección. Allí las virtudes no trabajarán, ni sostendrán continua lucha contra los vicios ni contra cualquiera género de males, sino que gozarán de la eterna paz por premio de su victoria: de conformidad que no la inquiete ni perturbe enemigo alguno, porque ella es la bienaventuranza final, ella el fin de la perfección, que no tiene fin que lo consuma.

Pero en la tierra, aunque nos llamamos bienaventurados cuando tenemos paz, cualquiera que sea la que pueda tenerse en la buena vida, esta bienaventuranza, comparada con aquella que llamamos final, es en todas sus partes miseria. Así que, cuando los hombres mortales, en las cosas mortales, tenemos esta paz, cual aquí la puede haber, si vivimos bien, de sus bienes usa bien la virtud; pero cuando no la tenemos, también usa la virtud de los males que el hombre padece. No obstante, es verdadera virtud cuando todos los bienes, de que usa bien, y todo lo que hace, usando bien de los bienes y de los males, y en sí misma se refiere el fin adonde tendremos tal y tanta paz, que no la puede haber mejor ni mayor.



CAPÍTULO XI

Cómo en la bienaventuranza de la paz eterna tienen los santos su fin, esto es, la verdadera perfección.


Podemos, pues, decir que el fin de nuestros bienes es la paz, como dijimos' que lo era la vida eterna, prin-