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San Agustín

(que vienen á ser más en número, sin duda, cuantos más son los amigos y más esparcidos se hallan en diferentes poblaciones), y llegan á nuestra noticia, ¿quién podrá creer ni exagerar las angustias y quemazones de nuestro corazón, sino quien las siente por experiencia?

Porque no quisiéramos oir que eran muertos, aunque tampoco oyéramos esta triste nueva sin intimo dolor.

¿Pues cómo puede ser que la muerte de las personas, cuya vida, por los consuelos de la amistad política, nos daba contento, no nos cause especie alguna de tristeza?

Lo cual quien la prohibe y quita, quite y prohiba, si puede, los coloquios y agradable trato y conversación de los amigos; ponga entredicho al vivir en amigable y estrecha sociedad; impida y destierre el afecto de todo aquello á que los hombres naturalmente tienen alguna obligación; rompa los lazos de las voluntades con una cruda insensibilidad, ó parézcale que debe usar de ellos de forma que no llegue ni toque gusto alguno, ni suavidad de ellos al alma. Y si esto de ningún modo puede ser, ¿cómo no nos ha de ser amarga la muerte de aquel cuya vida nos era dulce y suave? De aquí también una profunda melancolía, para cuyo remedio se aplican los consuelos de los cordiales amigos, si bien cuanto más excelente sea el alma, tanto más presto y con mayor facilidad sana en ella lo que hay que sanar.

Así, pues, ya que la vida de los mortales haya de padecer aflicciones y duelos, unas veces más blanda, otras más ásperamente, por las muertes de sus queridos y amigos, y particularmente de aquellos cuyos oficios son necesarios á la política y sociedad humama, con todo, querríamos más oir ó ver muertos á los que amamos, que verlos caídos ó apartados de la fe ó buenas costumbres, esto es, que verlos muertos en el alma. De esta inmensa y fecundísima materia de males y duelos está bien llena la tierra, por lo cual, dice la Escritu-