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La ciudad de Dios

la muerte, que sea tan amigo de si propio, que el ser animal y el vivir en esta conjunción y compañía del alma y del cuerpo, lo ame y sumamente, lo apetezca.

Grande es la fuerza de los males que vencen este instinto, con que de todos modos, con todas nuestras fuerzas huimos la muerte, y de tal manera queda vencido, que la que ya huíamos la deseamos, y cuando no la pudiéremos haber de otra conformidad, el mismo hombre se la da á sí mismo. Grande es el impulso é influencia de los males que hacen homicida á la fortaleza, si hemos de llamar fortaleza á la que de tal manera se deje vencer de los males, á la que había tomado, como virtud á su cargo al hombre para regirle y ampararle, y no sólo no puede guardarle con la paciencia, sino que se vé forzada á matarle. Y aunque es verdad que debe el sabio tolerar con paciencia la muerte, es la que le viene por otra mano que la suya, y si, según los Estoicos, es compelido á darsela á si propio, confesará, que no sólo son males, sino males intolerables los que le llevan á tal extremo. La vida á quien fatiga el peso de tan grandes y tan graves males, ó está sujeta á semejantes casos, por ningún motivo se diría bienaventurada, ai los hombres que lo dicen, así como vencidos de los males que les acosan, cuando se dan la muerte, ceden y se rinden á la infelicidad, así vencidos con inconstrastables razones, cuando buscan la vida bienaventurada, quisiesen sujetarse y rendirse á la verdad, y no etendiesen que en esta mortalidad debían gozar del fin del sumo bien, donde las mismas virtudes (que son á lo menos aquí la cosa mejor y más importante que quede haber en el hombre) cuanto más nos ayudan contra la fuerza de los peligros, trabajos y dolores, tanto más fieles testigos son de las miserias. Porque si son verdaderas virtudes, que no pueden hallarse sino en los que hay verdadera piedad y religión, no tienen la fa-