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San Agustín

sumo bien, sino que la carne no desee contra el espíritu, y que no haya en nosotros este vicio, sino acuerdo entre la carne y el espíritu? Aunque así lo apetezcamos en esta vida, supuesto que no lo podemos conseguir, á lo menos practiquemos esta loable acción con el favor de Dios, y no cedamos á la carne que desea contra el espíritu, pues rindiéndose el espíritu, vamos con nuestro consentimiento á cometer el pecado. De ningún modo nos persuadamos que entretanto que tuviéremos esta lucha interior, hemos conseguido la bienaventuranza, á la cual deseamos, venciendo, llegar. ¿Quién es tan sabio que no necesite luchar contra los apetitos y pasiones?

¿Y qué diremos de la virtud llamada prudencia? ¿Acnso con toda su vigilancia no se ocupa en diferenciar y discernir los bienes de los males, para que en amar los unos y huir de los otros no se incurra en algún error?

Con esto, ella misma nos testifica que estamos en los males, ó los males están en nosotros: porque nos enseña, que es malo consentir en el apetito carnal para pecar, y bueno resistirlo. Sin embargo, el mal, que la prudencia aconseja no consentir y la templanza rechaza, ni la prudencia ni la templanza le destierran de esta vida. La justicia, cuyo oficio primario es dar á cada uno lo que es suyo, mantiene en el hombre un orden justo de la naturaleza: que el alma esté sujeta á Dios, y el cuerpo al alma, y consiguientemente el alma y el cuerpo á Dios: acaso no muestra que todavía está trabajando en aquella obra, y no descansando en el fin de ella? Porque tanto menos se sujeta el alma á Dios, cuanto menos concibe á Dios en sus pensamientos; y tanto menos se sujeta la carne al alma, cuanto más desea contra el es píritu. Mientras resida en nosotros esta dolencia, este contagio, esta lesión, ¿cómo nos atreveremos á decir que estamos ya en salvo? Y si no estamos aun en salvo,