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La ciudad de Dios

la sabiduría, que dice las mayores verdades, «el cuerpocorruptible y esta nuestra casa de tierra agrava y comprime el alma cargada de la multitud de pensamientos y cuidados» (1). Pues el ímpetu ó el apetito con que practicamos alguna acción, si es que así se dice bien lo que los griegos llaman ormen, por cuanto ponen esto también entre los bienes de los principios naturales, ¿acaso no es el mismo con que se hacen los miserables movimientos de los dementes, y las acciones á que tenemos horror y aversión cuando se pervierte el sentido y se trastorna la razón?

La misma virtud, que no se halla entre los principios naturales, mediante á que viene después á introducirse en ellos con la doctrina, siendo la que se lleva la primacía entre los bienes humanos, ¿qué hace aquí sino traer una perpetua guerra con los vícios, no con los exteriores, sino con los interiores; no con los ajenos, sino realmente con los nuestros, y particularmente aquella que se llama en griego sofrosine, que es la templanza con que se refrenan los apetitos carnales para no llevar al alma, consintiendo en ellos, á despeñarse en los vicios? Porque no deja de haber algún vicio cuando, como dice el Apóstol (2), «la carne en sus deseos se encuentra y obra contra el espíritu», á cuyo vicio se opone la virtud, cuando, como insinúa el mismo Apóstol (3), «el espíritu en sus deseos se opone á la carne», porque estas dos cualidades, dice, «se contradicen la una á la otra, para que no hagamos lo que deseamos» (4). ¿Y qué es lo que apetecemos ejecutar cuando intentamos ver el cumplimiento del fin del (1) Sap., cap. IX.

(2) San Pablo, ep. á los gálatas, cap. V. Caro concupiscit adversus spiritum.

(3) Id., lug. cit.

(4) Id., lug. cit. Hæc enim sibi invicem adversatur, ut non ea que vultis, faciatis.