gión cristiana, sin necesidad de averiguar lo que sucedió en otras partes del mundo, sabemos que aquí, en la famosa é ilustre ciudad de Cartago en África, Gaudencio y Jovio, gobernadores por el emperador Honorio, á 19 de Marzo, derribaron los templos y quebraron los simulacros é ídolos de los falsos dioses. Desde entonces acá, en casi treinta años, ¿quién no sabe lo que ha cre cido el culto y religión del nombre de Cristo, principalmente después que se han hecho cristianos muchos de los que dejaban de ser, creyendo en aquel pronóstico ó vaticinio como si fuera verdadero, y cuya ridicula falsedad vieron, al cumplirse el número de los años?
Nosotros, pues, que somos y nos llamamos cristianos, no creemos en Pedro, sino en aquel en quien creyó Pedro, edificados con la doctrina cristiana que nos predicó Pedro, y no hechizados con sus encantos, ni engañados con maleficios, sino ayudados con sus beneficios (1).
Cristo, que fué maestro de Pedro y le enseñó la doctrina que conduce á la vida eterna, ese mismo es también nuestro maestro. Pero concluyamos este libro, en que hemos disputado y manifestado lo que parece bastante para demostrar cuáles hayan sido los progresos que han hecho las dos Ciudades, mezcladas entre sí, entre los hombres, la celestial y la terrena, desde el principio hasta el fin; de las cuales, la terrena se hizo para sí sus dioses falsos, fabricándolos como quiso, tomándolos de cualquiera parte, ó también de entre los hombres, para tener á quien servir y adorar con sus sacrificios; pero la otra, que es celestial y peregrina en la tierra, no hace falsos dioses, sino que á ella misma la hace y forma el verdadero Dios, cuyo sacrificio verdadero ella se hace. Con todo, en la tierra ambas gozan juntamente de los bienes temporales, ó padecen junta(1) San Pablo, I ep. & los Corintios, cap. III.