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La ciudad de Dios

del linaje de los idumeos, nació entre ellos y entre ellos mismos murió; quien es tan elogiado por el testimonio de Dios, que por lo respectiyo á su piedad y justicia no puede igualársele hombre alguno de su tiempo; cuyo tiempo, aunque no le hallemos apuntado en las crónicas, inferimos de su mismo libro, el cual los israelitas, por lo que merece, le admitieron y dieron autoridad canónica, haber sido tres generaciones después de Israel.

No dudo que fué providencia divina para que por este único ejemplo supiésemos que pudo también haber entre las otras gentes quien viviese, según Dios, y le agradase, perteneciente á la espiritual Jerusalén. Lo que debemos creer que á ninguno se concedió sino á quien Dios reveló, al mediador único de Dios y de los hombres, el Hombre Cristo Jesús, el cual se les anunció entonces á los antiguos santos que había de venir en carne mortal, como se nos ha anunciado á nosotros que vino (1); para que una misma fe por él conduzca á todos los predestinados á la Ciudad de Dios, á la casa de Dios, al templo de Dios, á gozar de Dios. Todas las demás profecías que se alegan y citan de la gracia de Dios por Cristo Jesús, se puede imaginar ó sospechar que sean fingidas por los cristianos. Y así, no hay argumento más concluyente para convencer á toda clase de incrédulos cuando porfiaren sobre este punto, y para confirmar á los nuestros en su crencia cuando opinaran bien, que citar aquellas profecías divinas de Cristo que se hallan escritas en los libros de los judíos; quienes con haberles Dios desterrado de su propio país, esparciéndolos por toda la redondez de la tierra para que diesen este testimonio, han sido causa del crecimiento extraordinario de la Iglesia de Cristo en todas partes.

(1) San Pablo, I ep. á Timotheo, cap. II.

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