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La ciudad de Dios

romano aprendió los sacramantos que habían de conservar los pontífices en sus libros y las causas de ellos, las cuales, á excepción de él, quiso que ninguno las supiese; y, así, habiéndolas escrito separadamente, hizo en cierto modo que muriesen y acabasen consigo, cuando procuró desterrarlas de la noticia de los hombres y sepultarlas. En dichos libros, ó había tan abominables y perjudiciales máximas de que gustaban los demonios, que por ellas se advertía cómo toda la teología civil era maldita, aun en sentir de los que en los mismos misterios habían recibido tantas nociones vergonzosas y abominables: ó se descubria que no era otra cosa que hombres muertos todos aquellos que casi todas las naciones, por una dilatada serie de siglos, habían creído eran dioses inmortales, supuesto que se complacían igualmente de semejantes sacramentos los mismos demonios, que con la vana apariencia de falsos portentos se suponían y entremetían allí para que los adorasen por los mismos muertos, á quienes ellos habían procurado fuesen reputados por dioses: pero por secreta y oculta providencia del verdadero Dios sucedió que, estando en gracia y reconciliados con su amigo Pompilio, por medio de aquellas artes con que se pudo ejercer la hidromancia, se les permitiese que le confesasen con claridad todas aquellas patrañas, y, con todo, no se les permitió le advirtiesen que cuando muriese procurase antes quemarlas que enterrarlas, pues para que no se supiese no pudieron, ni impedir al arado que las extrajo afuera, ni á la pluma de Varrón, por euyo medio llegó hasta nuestros tiempos la noticia circunstanciada de cuanto pasó sobre este asunto: siendo, como es, constante que no pueden ejecutar lo que no se les permite, sin embargo se les permite en muchas ocasiones por el alto, impenetrable y justo juicio del sumo Dios, por los pecados de aquellos respecto de quienes es conveniente