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La ciudad de Dios

este mismo que crió todas las cosas, debemos, sin embargo, corresponderle agradecidos, observando exactamente su santa ley; pero de que estando nosotros cargados y sumergidos en horribles pecados, sin dedicarnos, como debiéramos, á la contemplación de su luz, ciegos de amor y afición á las tinieblas, esto es, al pecado, no nos haya desamparado y dejado del todo, antes más bien nos haya enviado á su unigénito, para que haciéndose hombre por nosotros y padeciendo afrentosa muerte (1), conociésemos cuánto estima Dios al hombre; nos purificásemos con aquel incruento sacrificio de todas nuestras culpas, é infundiendo con su espíritu en nuestros corazones su inefable amor, superadas todas las dificultades, viniesen á conseguir el descanso eterno y á gozar de la inmensa dulzura de su contemplación y visión beatífica. ¿Qué corazones, qué lenguas pretenderán ser bastantes para dar las debidas gracias á este Dios tan amoroso y benigno?



CAPÍTULO XXXII

Que el misterio de la redención de Jesucristo nunca faltó en los siglos pasados, y que siempre se predicó y manifestó con diversas figuras y significaciones.


Este misterio de la vida eterna viene de atrás, y ya desde el principio de la creación del hombre se predicó por ministerio de los ángeles, á los que convino por medio de ciertas señales y sacramentos congruentes á aquellos tiempos. Después se juntó y confederó el pueF (1) San Pablo, ep. á los romanoa, cap. VIII. Qui proprio Alio non pepercit, sed pro nobis omnibus tradidit illum.