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San Agustín

geniosísimol por ventura, alucinado con los misterios de esta doctrina, ¿te has olvidado de aquella tu innata prudencia, con que con mucho juicio sentiste que los primeros simulacros que notaste en el pueblo no sólo quitaron el temor á sus ciudadanos, sino que acrecentaron y añadieron errores damnables, y que más santamente reverenciaron á los dioses sin simulacros los antiguos romanos? ¿Por qué éstos te dieron autoridad para que te atrevieras á propalar tal injuria contra los romanos que después se siguieron? Porque aun concedido que los antiguos hubieran venerado los simulacros, ¿acaso este tu dictámen relativo á que no se deben instituir simulacros no hubiera sido mejor entregarle al silencio por el temor popular de que te hallas poseído, que con la ocasión de exponer estas perniciosas y vanas ficciones, publicar y pregonar con una vanidad y arrogancia extraordinaria los misterios de tan detestable doctrina?

Sin embargo, esta tu alma, tan docta é ingeniosa (por lo que te tenemos mucha lástima), no obstante de ballarse ilustrada con los misterios de esta doctrina, de ningún modo pudo llegar á conocer al sumo Dios, esto es, á aquel por quien fué hecha, no con quien fué formada el alma; no á aquel cuya porción es, sino cuya hechura y oriatura es; no al que es el alma de todos, sino al que es el criador de todas las almas, por cuya sola ilustración llega á aer el alma bienaventurada, si no corresponde ingrata á sus beneficios; pero qué tales sean y en cuánto se deben estimar los misterios de esta doctrina, lo que se sigue lo manifestará idénticamente. Confiesa, con todo, el doctísimo Varrón que el alma del mundo y sus partes son verdaderos dioses; de este principio se deduce que toda su teología, que es, en efecto, la natural, á quien atribuye una singular autoridad, cuanto se pudo extender fué hasta la naturaleza del alma racional: porque de la natural muy poco dice en el prólogo