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La bruja del ideal

Del bosque, ese gótico de la naturaleza, pasé á la catedral gótica, ese bosque del arte humano.

La pluma-cincel de Víctor Hugo, los versos de Zorrilla, el lápiz atrevido de Gustavo Doré, la fantasía de Hoffman, serian impotentes para describir con palabras ó representar con líneas la magnificencia, la inmensidad prodigiosa de aquella catedral soñada. Aunque de forma gótica, su arquitectura, heteróclita é indefinible, se apartaba de las leyes comunes y conocidas de la construcción. Su geometría era fantástica: las lineas brotaban por saltos, nacían no sé dónde, y perdíanse tan lejanas, que sólo el infinito podia limitar y contener sus enormes trazados. A pesar de su apariencia gótica, no había allí formas concretas ni estilos definidos. El artista, el crítico, hubieran allí encontrado tantas incorrecciones como magnificencias.

¡Pero qué conjunto! ¡Qué vertiginosa inmensidad! ¿Era aquello un edificio ó una montaña? Porque aquella era una arquitectura montañosa. Sólo los Titanes pudieran levantar y colocar aquellas moles. Sólo los brazos que pusieron el Osa sobre el Pelion para escalar el Olimpo, podrían mover el menor de sus sillares. Sólo los ángeles caídos del Pandemonium pudieran, confiados en sus alas, resistir aquellas alturas, trazar aquellos arcos, aquellas líneas sin términos.

Aquel edificio nefelóide era de aire y de granito. Por lo vaporoso era niebla que iba á disiparse al soplo más ligero; por lo sólido parecia diamante destinado á resistir á la lima de los siglos, á la pesadumbre de las eternidades. La inmensidad era su altura, el espacio su longitud, el vacío su asiento. Sobre estas tres indeterminaciones de la ettension, levantábase aquel monumento sin bases, aquella estática sin equilibrios, aquella dinámica sin fuerzas, aquella especie de orgía de líneas, desenfreno de formas, extravagancia de un ideal artístico que sólo en sueños se concibe y se imagina. Y sin embargo, todo aquello se armonizaba en un conjunto maravilloso, en una síntesis deslumbradora, causando admiracion y miedo, porque hay admiraciones que asustan, magnificencias que aterran.

El edificio nadaba en luz, ó, mejor dicho, estaba saturado de luz y de aire, hasta el punto que se hubiera dicho que aire era su esencia y luz su forma.

¿Era aquello una heliópolis, una ciudad del sol desprendida de