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La bruja del ideal — 247

Indudablemente sí.

Sobre su forma humana resplandecía algo divino, ideal, artístico, superior á la mortalidad.

Sus ojos me bastará, para describirlos, decir que eran los mismos de la bruja, pero luciendo amorosos y risueños sobre el rostro más augusto y más resplandeciente de hermosura.

Los contornos de aquella mujer hubieran enloquecido á Fidias.

Todo el arte griego se eclipsaría ante tan maravillosa corrección, ante aquella viva estatua del ideal.

Van-Dyck no hubiera hallado colores para pintar la rosada blancura de sus carnes, que parecían mármol animado. Sí, aquellas carnes debían ser de esencia inmaterial, destinada á no marchitarse, á no empañarse, á no morir jamás.

Lá forma de aquella mujer sin igual tenia un no sé qué, una aureola de algo que vivía en torno suyo; una como sensibilidad externa, un cierto fluido, por decirlo así, inteligente, que circulaba por sus venas como la sangre de los seres inmateriales, de tal modo, que con el gran poeta Shelley hubiérase dicho que hasta su cuerpo pensaba.


"so divinely wrougth,
"That you migth almost say his body thougth."


Sus magníficos cabellos se enlazaban á su cabeza en graciosas trenzas ó caían en flotantes rizos.

Su rostro era el conjunto de todas las perfecciones, el plasmo de todas las hermosuras. No sólo resplandecía en él la hermosura, sino la gracia.


«Et la grâce plus belle encore que la beauté.»


La gracia, más hermosa que la misma hermosura, como dice Lafontaine. La gracia, que viene á ser la vida de la forma, el perfume de los encantos, el sonido de las armonías de un rostro, la chispa, en fin, que anima hasta el mármol insensible y helado.

A aquella mujer la Escultura le hubiera tomado como su prototipo; la Pintura hubiera hecho de ella su modelo único; la Arquitectura la hubiera levantado templos. Fausto se hubiera abrazado á ella, y la hubiera llamado la Verdad. Don Juan Tenorio, al verla, hubiera puesto fin á la interminable lista de sus conquistas, se hubiera postrado con respeto, él que nada repetaba; la hubiera adorado, él que no amaba nada, y la hubiera llamado el Amor. Napoleón hubiera arrojado sus laureles y la hubiera llamado la