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—«Yo no puedo creer que usted me engañe, y el conjunto de los antecedentes recogidos me prueba que el descubrimiento tenía que hacerse, y que no podía ser de otro modo. Estoy descubierta; todo lo que usted ha dicho es exacto.»

Juntó las manos en actitud, de plegaria y las elevó lo mismo que los ojos.

Me dí vuelta.

—«¡Adios! ¡adios!»—exclamó repentinamente, y cayendo de rodillas, derramó un torrente de lágrimas.

Aquel «¡adios!» me obligo á mirarla.

Y lo repetía, besando con vehemencia el relicario.

—«No ha llegado todavía el momento de las lágrimas, porque con ellas no podría usted enjugar una sola de las que arrancó á los corazones de los padres y hermanos de sus víctimas.»

—«Sí, ha llegado»-dijo levantándose y tomando asiento otra vez—«ha llegado, porque lloro, y hacía mucho tiempo que me faltaba este desahogo.»

—«Yo no he venido á provocar aquí escenas de drama, sino á salvarla.»

Despues de algunos minutos de llanto y de sollozos, me pidió le explicara el procedimiento que había seguido hasta encontrarla.

Y le referí, como lo deseaba, todo lo que ya sabemos.

Su asombro fué sincero.