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un poco, y así pudimos examinarlo mejor. Corría á lo largo de la cuarta costilla y tendría unos diez centímetros. Era una incision, cicatrizada ya, pero en la que todavía se conservaban algunas escamitas muy finas, lo que permitía atribuirle una fecha reciente, y parecía, en caso de que la voluntad hubiera dirigido la mano incisora, la obra de un maestro: seca, firme y resuelta. La muerte de aquel jóven quedaría envuelta en el misterio. En ella veía yo la mano de Antonio, y la veía pesada, fatal, vengativa, como una maldicion que gravitara sobre todas las cabezas que en algo se parecieran á la de Nicanor B.

Mis últimas preguntas al Doctor Varolio habían sido triviales, y servido solamente para distraer el efecto de mi accion al palpar la cuarta costilla.

Yo sabía que Saturnino había muerto envenenado, y que la autopsia no revelaría el veneno, porque éste, veinticuatro horas post mortem, cuando le practicaran la autopsia, estaría descompuesto, y no quedaría de él el mínimo rastro.

Era un veneno vegetal, un producto extractivo de una de esas familias de plantas que tantas sorpresas guardan todavía para el químico y para el fisiólogo, y que, ejerciendo una accion electiva sobre ciertos nervios de la base, envuelven al corazon y lo matan.

De aquí las dificultades y vacilaciones en el diagnóstico.

Pero era un veneno desconocido, es decir, uno

de esos que han escapado á la ciencia todavía.