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era el de este último jóven, sin recordar que Nicanor B. era un gran calculista, mientras que ese cráneo que está allí tiene hundidos los órganos del cálculo.»

Manuel hizo un movimiento brusco de impaciencia, lo que el Doctor Pineal no tuvo oportunidad de observar, porque, simultáneamente, dió media vuelta, y se dirigió á los aposentos interiores.

—«Pero amigo, usted está equivocado; este es el cráneo del calculista»—me dijo Manuel en voz baja.

—«Váyase al diablo con sus afirmaciones, ó yo me iré á los infiernos. ¿Por qué no se lo dice al Doctor Pineal? ¿Usted le imagina que este individuo es un tonto? ¿No sabe usted que si no hubiera sido por la gran curiosidad que le ofusca, ya, á estas horas, sabría tanto como nosotros? ¿Qué me dice de la ida á mi casa? Si en vez de ser una de mis hijas quien le contestó lo de la bolsa de papas, hubiera sido una sirvienta, le dice con toda naturalidad que era Alberto quien la había mandado, y entónces se vá á ver á éste, le pregunta por la casa, vá á lo del señor Equis, y abur.»

—«Tiene razon.»

—« Ya lo creo que la tengo. El Doctor Pineal es un hombre inteligente y discreto; pero ahora se ha ofuscado, y estando así no conviene que intervenga en este asunto, porque lo vamos á perder.»

—«Pero ¿qué quiere que le haga? yo tambien