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CAPÍTULO XX.

cio mas mi vida que á mí mismo ó á mi alma, siempre que de esta suerte concluya felizmente mi carrera, y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesus, para predicar el Evangelio de la gracia de Dios.

25 Ahora bien, yo sé que ninguno de todos vosotros, por cuyas tierras he discurrido predicando el reino de Dios, me volverá a ver.

26 Por tanto os protesto en este dia, que yo no tengo la culpa de la perdicion de ninguno.

27 Pues que no he dejado de intimaros todos los designios de Dios.

28 Velad sobre vosotros y sobre toda la grey, en la cual el Espíritu santo os ha instituido obispos, para apacentar ó gobernar la Iglesia de Dios, que ha ganado él con su propia sangre.

29 Porque sé que despues de mi partida os han de asaltar lobos voraces, que destrozen el rebaño.

30 Y de entre vosotros mismos se levantarán hombres que sembrarán doctrinas perversas, con el fin de atraerse á sí discípulos.

31 Por tanto estad alerta, teniendo en la memoria, que por espacio de tres años no he cesado de dia ni de noche de amonestar con lágrimas á cada uno de vosotros.

32 Y ahora por último os encomiendo á Dios, y á la palabra ó promesa de su gracia, á aquel que puede acabar el edificio de vuestra salud, y haceros participar de su herencia con todos los santos.