negó al maldito yerno el traslado a Madrid, sino que le ha mandado más lejos, a una provincia que llaman Güelba, allá donde San Pedro perdió las alpargatas. Luego me abrazó y estuvo a dos dedos de besarme, diciendo: «¡Bien por Tito, el hombre del gran poder!... Y ahora, chiquitín de mi alma, no me voy de su casa sin pedirle algo para mí. Un estanco en buen sitio, calle Mayor, Arenal o Carretas». Y yo, espléndido y magnánimo, le dije: «Mejor será en la Puerta del Sol, doña Belén. Lo pediré esta misma tarde...».
Las sesiones de las Constituyentes me atraían, y las más de las tardes las pasaba en la Tribuna de la Prensa, entretenido con el espectáculo de indescriptible confusión que daban los padres de la Patria. El individualismo sin freno, el flujo y reflujo de opiniones, desde las más sesudas a las más extravagantes, y la funesta espontaneidad de tantos oradores, enloquecían al espectador e imposibilitaban las funciones históricas. Días y noches transcurrieron sin que las Cortes dilucidaran en qué forma se había de nombrar Ministerio: si los Ministros debían ser elegidos separadamente por el voto de cada diputado, o si era más conveniente autorizar a Figueras o a Pi para presentar la lista del nuevo Gobierno. Acordados y desechados fueron todos los sistemas. Era un juego pueril, que causara risa si no nos moviese a grandísima pena.
La composición de la Cámara era de una divisibilidad aterradora. Formaban la Dere-