jamás a ningún cristiano, ni siquiera a una picotera mosca! Es calumnia... Tengo enemigos que le llevan a Cabeza la fábula de que soy un disolvente, un anárquico y un sanculoto... Cabeza no me quiere. Para que vea usted lo mala que es, ayer fui a su tienda, donde se están alistando los que forman la Corporación de Vecinos honrados del distrito de la Audiencia para defender el orden y la propiedad, y apenas me vio entrar salió como una furia con la vara de medir, y me echó a la calle con estos lenguarajos indecentes: Ni tú eres vecino, ni honrado, ni tienes más comercio abierto al público que las Vistillas o la Fuente de la Teja. En fin, usted que la conoce bien sabe que es una víbora y...».
Le atajé en esta quejumbre amarga, ansioso de abordar pronto mi asunto. Y de Graziella, ¿qué? Respondiome que por este nombre no la conocía, y yo, después de darle las señas de su talle y rostro, añadí para completar la filiación que su voz era dengosa, con marcado acento italiano. «¡Ay, don Tito! -dijo el esmirriado San José-. Todas las pécoras que pasan por estas tablas son género averiado, y por el habla no las podemos distinguir. Si tiene usted interés en saber si estuvo aquí esa castaña pilonga, véngase conmigo al cuarto del que fue primer actor en una corta temporada de verso, don Hermógenes Cadalso, que hacía como los ángeles La carcajada y Los pobres de Madrid, y verá los retratos de casi todo el mujerío que ha pasado por este coliseo».