tuviera en la mano, reventaba de satisfacción. Reiteradas mis preguntas, sacome al pasillo para explicarse con más libertad, y ved aquí cómo lo hizo: «La Graziella, que como usted recordará tiene los demonios en el cuerpo y es sabedora de cosas mágicas o hechiceras, se apartó de este buen señor por mandato de unas divinidades, que a mi parecer están emparentadas con las ánimas del otro mundo... Esa diabla toma, cuando le conviene, naturaleza o hechura mundana, y con tal figuración está trabajando ahora de suripanta en el teatro de Las Musas, calle de las Aguas»... Por lo tocante a Obdulia, sólo sabía que no quiso embarcar en Barcelona y que escribió a la Marquesa de Navalcarazo, pidiéndole recursos para venir a Madrid. De esto hacía más de un mes. No me dio más noticias.
Y heme ahora, lectores amados, feligreses píos en estos divinos oficios de la Historia (ya veis que imito al obispo cismático y saladísimo), heme aquí repito, aunque sean cargantes tantos hemes, en la calle de las Aguas buscando el teatro de las Musas, que reconocí al fin en una fachada de almacén o cocherón, en parte cubierta de carteles desteñidos y rasgados por el tiempo y la chiquillería vagabunda. La puerta estaba abierta. Entré. No vi a nadie. Di palmadas, voces, y al cabo, de la obscuridad de un pasillo entorpecido por rimeros de bastidores y de trastos polvorientos, salió un hombre en quien al punto reconocí con estupor a Serafín de