calle de San Leonardo. Allí le encontré sentadito y agasajado entre mantas, escribiendo en la mesa de su biblioteca, en la cual los libros y papeles rivalizaban en desorden caótico con el caletre del pobre anciano. Saludome este con afable sonrisa, y, después de echarme la bendición, siguió redactando el Boletín Eclesiástico de su diócesis, como si ya no estuviera presente.
A punto entró el ama de gobierno, mostrándome sus afectos como en los días en que nos conocimos. No tardé en formular con apremio las preguntas que motivaban mi visita; mas la pícara, en vez de contestarme con la debida prontitud, saltó con esta requisitoria: «Ya sabemos que el señor Titín es el alma de este Gobierno federalucho. En los Ministerios no se hace sino lo que quiere esta buena pieza. Yo me alegro de verle tan por las nubes... Y voy a lo mío: he casado a mi niña; mi yerno es un cuitado, Pepe Verdugo, hijo del mandadero de las monjas de ahí enfrente. El pobrecillo no tiene sobre qué caerse muerto. Mis hijos viven con los padres de él, orilla del convento, y me están comiendo un codo... Bueno, pues yo quiero que me dé usted para mi Pepito una plaza en la Administración de los Reales Sitios, La Granja con preferencia, pues allí, de la poda y del aprovechamiento de yerbas sacan los empleados su buen cocido con gallina y jamón para todo el año».
Mi respuesta, ya lo suponéis, fue que contara con el destinejo, y ella, cual si ya lo