Vuelvo a mi manía de grandezas para deciros que a lo mejor me abordaban en los pasillos del Congreso sujetos desconocidos para mí, diputados algunos, y llevándome aparte me decían con sigilo: «Amigo don Tito, ya sé que usted tiene vara alta con Pi y Margall...»; o bien: «No me niegue usted, señor Liviano, que Figueras le quiere a usted como a un hijo...». Otro salía con esta tecla: «¡Por Dios, don Proteo! Hable usted de mi asunto a Nicolás Salmerón. Yo le trato; pero no tengo con él la confianza que usted». Y uno que parecía venido de las Batuecas se descolgó con esta tocata: «Me dirijo a usted en nombre de un grupo de federales de ley. Sabemos que está usted encargado de redactar el proyecto de Constitución. Que sea muy radical, amigo, atrozmente radical. Hay que destruirlo todo sin compasión y levantar de nueva planta el edificio político y social...». Yo contestaba siempre, con bondad inefable: «Cuente usted conmigo... Deme usted la nota... Lo tomaré como cosa propia... Será usted complacido... Pierda cuidado... etcétera». Como broma podía pasar; pero el día en que la realidad cayese sobre mí, tendría que poner tierra por medio, o me asesinarían en cuanto saliera a la calle.
Abrasado de impaciencia por tener noticias de Graziella y de Obdulia, me fui a ver a Celestina Tirado, ama de gobierno del Obispo reformador y casamentero de curas don Hilario de la Peña. Continuaba viviendo este señor en la holgona y cómoda casa de la