que yo me resistí siempre... Pero debo acatar los designios de... los altos designios... Perdone usted, Tito; tengo la cabeza un poco ida. Las ideas se me escapan, las palabras no me obedecen, y...
-Sosiéguese, don Hilario -le dije tocándole en el hombro-. Hable con reposo. Acaricie las ideas para que no se vayan volando, y agarre las palabras por una letra para sujetarlas al pensamiento... Desde Febrero último sé que tiene usted mitra, báculo, anillo, pectoral, y toda la vestimenta de un señor Prelado. No le falta más que...
-Sí, sí; Roma, esa maldita Roma, que no acaba de despachar mi preconización. Por eso he venido...
-Descuide usted; yo me encargo de activar el asunto. Veré al Ministro de Gracia y Justicia hoy mismo. ¡Ah! Con Salmerón no juega la Curia romana. ¡No faltaba más!».
Elevó el santo varón sus miradas al techo, mostrándome en alto las palmas de sus manos como en señal de gratitud, y yo, atento en aquel instante a satisfacer una curiosidad ardiente, le solté la pregunta que me retozaba en los labios desde que le vi llegar a mi presencia: «¿Y Graziella, señor don Hilario; Graziella, sigue con usted?». Quedose el buen clérigo suspenso, como si buscara en los desvanes de su memoria un objeto perdido. Nos miramos un rato sin saber qué decirnos.
«¡Ah... ya! -exclamó don Hilario con leve sonrisa-. Dispense usted, amigo Tito... Es que la memoria también se me va. Hay mo-