mí cogiéndome cada una por un brazo, y entre aterrorizadas y llorosas me soltaron estas tremebundas razones: «¡Tito, Tito; cataclismo en casa... Se nos cae el cielo encima... Rufino ha pedido su traslado a Madrid!... ¡Ay Dios mío, Virgen del Sagrario, válganos el Ser Supremo!... Por lo que más quieras háblale hoy mismo a tu grande amigo Pi y Margall, que no te niega nada... Que no lo trasladen, que lo lleven más lejos, a las islas Chinchas, al Polo Norte, al Polo Sur...». Yo cogía el cielo con las manos, yo me sentía contagiado de la general locura. ¿De dónde diablos había salido la leyenda calumnioso-burlesca de mi poder omnímodo y de mi influjo con todos los Ministros?
Cansado ya de negar dicha leyenda, entrome de súbito un fuerte apetito de darla por verdadera. Invadió mi alma el placer del embuste, el regocijo de la humorada y de la expansión cómica. ¿Qué hice? Pues declararme generoso protector de todos, y pródigo de las mercedes oficiales. A Sebo, a Caña, a Modesto Alberique, a Candelaria, y a cuantos después vinieron con la misma solfa, les dije complaciente y risueño que sí, que sí, que sí; que yo era el bienhechor prolífico de todo el género humano.
Vinieron otros, compañeros míos de oficina, amigos que conocí en la redacción de El Tribunal del Pueblo, parientes lejanos, tipos diferentes con quienes tuve ligero trato en los dos años de don Amadeo. Mi humilde gabinete no desmerecía en aquellas mañanas