decía el hombre serio, frotándose las manos-. Ya ve usted: jubilación a los treinta años de servicios con los cuatro quintos... sueldo de Ultramar. Si se me pide mi credo político, diré que el federalismo no me desagrada; pero acá se queda toda esta faramalla si consigo pasar el charco... Ya sé que el Ministro de Ultramar, don José Cristóbal Sorní, no le niega a usted nada. Si usted le habla por mí como espero, dígale que respondo de poner como una seda la contabilidad en aquel Archipiélago».
Aún no había conseguido librarme de este cínife, cuando vino otro con trompetilla y picadura mortificantes. ¿Sabéis quién era? Pues aquel Modesto Alberique que fue mi sucesor en el afecto y tálamo de doña María de la Cabeza. Nunca vi mayor desvergüenza. Venía a mí con una carta de la tendera frescachona, y pretendía del Ministro de Fomento una plaza de Inspector de Instrucción pública en provincias. Del sentido de la carta y de las palabras del que fue mi mortal enemigo, saqué la consecuencia de que doña Cabeza, hastiada de aquel gandul, quería lanzarle de su lado. «Sabemos de buena tinta -me dijo Alberique, haciéndose de mieles- que el Ministro de Fomento don Eduardo Chao no hace nada sin consultar con usted. Pídale mi plaza, y soy hombre feliz. Volveré por aquí mañana si no le molesto».
Apenas levantó el vuelo aquel cernícalo, vi entrar en mi gabinete ¡oh sorpresa indecible! a Candelaria y su madre, que cayeron sobre