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poderoso, se dividía después del triunfo, y en su seno caldeado surgieron, a más de los intransigentes y benévolos de marras, los Pactistas convencionales, los Comunistas, y otras variantes del intenso latir que oía don Francisco desde el aparato telegráfico de Gobernación.

Durante el período electoral, que no fue tan turbulento como se creía, no cesaban de salir de Madrid las familias monárquicas y reaccionarias de más viso, generales de cuartel, banqueros, bolsistas, todo el elemento que llamaban sensato y la flor y nata de la gente de orden. Con esta emigración, que atestaba diariamente los trenes, el dinero español enriquecía de lo lindo a los fondistas y aposentadores de Biarritz. En aquellos febriles días de Mayo, pasaba yo la mayor parte de mi tiempo rondando el sentir y el pensar de mis conciudadanos; palpaba los corazones; intentaba penetrar con agudos interrogatorios en los cerebros enardecidos. De este pesquisar minucioso y constante saqué la impresión de hallarme en un pueblo de locos.

El desatinado Sebo, que no cesaba de acosarme solicitando la protección que yo no le podía dar, escribía artículos hidrofóbicos en La Igualdad, periódico sostenido según rumor público con dineros monárquicos. Tan loco como Sebo, si bien con diferente modo y estilo, estaba don Basilio Andrés de la Caña, que una y otra vez solicitó mi valioso influjo para que le destinaran a Filipinas. «Esta será mi jugada definitiva para redondearme -me