dispersando unas turbas de señoritos impertinentes y molestos que invadían la Carrera de San Jerónimo. Eran la flor juvenil del alfonsismo y de la radicalería unitaria, de esos que ordinariamente llamamos pollos líquidos y que en aquellos tiempos designábamos con el remoquete de silbantes. Poco trabajo costó espantarlos; se metían en los portales, en las tiendas que aún estaban a media puerta, y los más corrían a escape por las bocacalles, de donde les vino un nuevo apodo. Se les llamó el Batallón Ligero... de pies.
Media noche era por filo cuando cenábamos en la taberna de Juan Niembro (calle de los Negros), Anastasio Martínez, librero de la calle del Arenal; el Quito (Francisco Berenguer), dueño de una buñolería; Alejo Villesano, sastre; José Duplau (Pelusa), carpintero, héroes de aquel día, y un servidor de ustedes que no fue héroe, sino curioso entrometido y aprendiz de narrador. Cada cual citaba y encarecía con infantiles aspavientos lo que había visto, y los incidentes en que había mostrado su marcial arrojo. Nuestra cena fue sopas de ajo, batallón, escabeche en ensalada y morapio sin tasa. No habíamos llegado a la total enumeración de tan prolijas hazañas, cuando entró el simpático Virgilio Llanos, henchido de noticias, según dijo, y se apresuró a desembucharlas gozoso en nuestros oídos. Ya sabéis que era muy amigo de Estévanez y se codeaba con elevados personajes del federalismo. En las primeras horas de la mañana de aquel día, se le confió un delicado es-