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de vino. Allí alterné con los dos Carbonerines, Juan de Murviedro, Langarica, Félix Lallave, cantero; Enrique Díez (Moisés), revendedor de billetes de teatro, y otros que merecen mención en esta historia.

Con tan escaso alimento pude resistir todo el día, y al caer de la tarde salí del Congreso con Moreno Rodríguez y Díaz Quintero a curiosear hacia el Prado, Cibeles y Puerta de Alcalá. Así pude enterarme del fracaso y desbandada en que vino a parar la truculenta rebeldía de los Milicianos monárquicos. Estos recibieron a tiros la columna del Brigadier Carmona. Contestaron al fuego los soldados, y como a los candorosos realistas se les había hecho creer que el Ejército no dispararía contra ellos, cuando vieron que las bromas se trocaban en veras estalló el pánico y salieron de estampía, unos hacia la Fuente del Berro, otros por detrás del Retiro en dirección del Olivar de Atocha, y no faltó quien se escondiese en los chiqueros de la Plaza. Los fugitivos iban soltando las armas, los quepis, y cuanto les estorbase para correr más aprisa, incluso las elegantes guerreras, que sólo les habían servido para camelar a criadas y nodrizas. De aquel bélico rigodón resultaron tres heridos leves y muerto un pobre cochero, a quien alcanzó una bala perdida.

Quedaba el nudo de Medinaceli, que se desató por sí solo ya entrada la noche. Los Voluntarios monárquicos, en malhora encastillados en el palacio ducal, salieron mohínos