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dad de las manifestaciones orales. La conjura que me anunció Delfina era cierta. Los despechados radicales asambleístas contaban con Pavía, Capitán General de Madrid; con la guarnición, que no era muy numerosa, y con los batallones monárquicos de la Milicia Nacional. Creían tener de su parte a la Guardia civil, y confiaban ciegamente en la Artillería. Separados del servicio los jefes y oficiales facultativos por efecto de la desatinada disolución del Cuerpo en las postrimerías del reinado de don Amadeo, mandaban los regimientos individuos de las armas generales que temían de la República una reorganización contraria a sus conveniencias.

De lo que se tramaba tuvo noticia Estévanez al mediodía. Cuando fue a ver a Pi, ya este había recibido confidencias del caso. Ocupáronse de las medidas necesarias para cortar el paso a la sublevación, que por noticias fidedignas era indefectible programa para el siguiente día, 23 de Abril. El rostro estatuario de don Francisco Pi y Margall no sufrió en su coloración ni en sus líneas la menor mudanza mientras enumeraba los poderosos elementos de que disponían los contrarios. Estévanez le dijo: «Aun contando ellos con todo lo que quieran, yo le respondo a usted de que nos sostendremos treinta horas... Si nos derrotaran en Madrid, y eso habría que verlo, fíjese usted, don Francisco, en que disponemos de todo el servicio de trenes en el Norte y Mediodía, y en treinta horas podemos traer sesenta mil federales cas-