por los conductos más reservados. La causa de España, la causa del orden, la causa de Dios, exigían la discreción de todos los buenos.
Inquieto por los avisos de aquella tarasca que de la vida libidinosa había pasado a vida de farándula mística, y que, según rumores, hociqueaba con clérigos y mayordomos de Cofradía, me fui a ver a Estévanez. No le encontré en su oficina, pero media hora después le vi entrar en mi Ministerio. Encerrose con Pi, y allá se fue también Carvajal. La duración de la conferencia nos dio a entender que algo ocurría. Salió Estévanez, y entraron luego dos coroneles de la Milicia, acompañados de Rubaudonadéu. Mi trabajo me impidió llevar nota de las muchas personas que aquel día conferenciaron con el Ministro. Todo confirmaba el temor de próximas alteraciones del orden público...
Por la noche tuve la suerte de encontrar al Gobernador en su despacho. Comía precipitadamente para echarse a la calle. Salimos juntos, y le acompañé en su coche a la estación de Atocha. Hablando por el camino, advertí que aquel hombre, tan sereno ante el peligro, mostraba la inquietud natural ante lo desconocido. No fue conmigo demasiado sincero, ni podía serlo, por la reserva que le imponía su cargo. Procuraré reunir y ajustar las diversas expresiones que oí de sus labios, y combinarlas artísticamente conforme a la ley de la narración histórica, que permite extraer de la verdad de los caracteres la ver-