ciliación, me despedí de todos prometiéndoles volver otra noche a matar el tiempo en tan agradable peña. Interneme un poco para saludar a Delfina, la cual, agradeciéndome la fineza, me preguntó si seguía yo viviendo en la misma casa (calle del Amor de Dios), pues tenía que hablarme a solas y con urgencia. Díjele que no había cambiado de domicilio y... Adiós, adiós... Hasta mañana.
Pasó la noche, pasaron las primeras horas matutinas; y cuando estaba yo arreglándome para echarme a las calles, emergió en mi gabinete la señora dulce y funeraria de negro totalmente vestida, entapujada con tupido velo que se levantó al entrar, mostrándome la interesante blandura de su rostro. En la mano traía rosario y librito de misa, señal de que venía de cumplir sus obligaciones beatíficas en Montserrat o en las Niñas de Loreto.
«No debía yo tener ningún trato contigo -me dijo con melindre, sentándose en mi arrumbado sofá- porque estás muy echado a perder, Tito. ¿Qué esperas tú de esa cuadrilla de barrabases?... Repito que no mereces que yo te hable: eres un secuaz de la monserga federala que quiere acabar con las venerandas creencias y con toda ley humana y divina... A pesar de todo, te conservo alguna estimación, porque fuera de lo político eres hombre de buenas partes; estimo también a tu familia, y por ella y por ti vengo a decirte que estés preparado para el peligro, o te escondas y huyas, si no quieres perecer. De hoy a mañana ocurrirán en Madrid cosas tre-