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Terminada la lectura, sirvieron a Candelaria el café en vaso. Lo endulzó con dos o tres terrones, y se guardó los demás en un hondo bolsillo. Todos hacíamos lo mismo; mas la escritora, por privilegio de su sexo, requisaba sobre el mármol los terrones dispersos para aumentar el acopio de azúcar y llevárselo a su casa... Don Santos departía con Antonio Pérez, Balbona y Castañé en una mesa próxima, y cuando Rosa Patria tiró de papeles para leernos a Luis Blanc y a mí el segundo de sus artículos, la vaga atención que en la lectura ponía yo dejó en libertad a mis ojos para extenderse por las profundidades del café lleno de gente. Algunas mesas más adentro vi un rostro de mujer cuyas miradas vinieron al encuentro de las mías. No tardé en reconocerla: era Delfina Gil, la industriosa confitera y empresaria de pompas fúnebres. Pronto advertí que mi antigua dama y consejera deseaba hablar conmigo. Claramente me lo decía con sonrisas y mohines de su linda boca. Bajo estas impresiones corría, lenta y susurrante, la lectura del artículo candelaresco, cuyo título era Un dogal para los cimbrios, y que después de poner a estos como ropa de pascuas, acababa con el tremendo anatema: lasciate ogni speranza.

Como las tertulias cafeteras pugnaban cada día más con mi gusto y costumbres, abrevié cuanto pude mi permanencia en aquel lugar de vagancia sedentaria. Alabé con piadoso calor los escritos de doña Candelaria, y quedando con ella en equívocas apariencias de recon-