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pués de conjurado aquel conflicto, por hábil maniobra de Pi y Margall, adquirió cierta fortaleza el Gobierno republicano. Pero como quedaba en pie la hostilidad solapada de los Radicales, con el inquieto don Cristino a la cabeza, continuaron los días azarosos. La naciente República no tenía momento seguro, y todo su tiempo dedicábalo a quitar las chinitas que ponía en su camino la displicente Asamblea Nacional, formada con todo el detrito de las pasiones monárquicas. Al fin, en un día de Marzo, hacia el 20 ó 22, se consiguió que suspendiera la Cámara sus sesiones, después de votar la abolición de la esclavitud en Puerto Rico y otras importantes leyes.

Pero los conjurados inventaron el enredijo de una Comisión Permanente, que no servía más que para embrollar, entorpecer y aburrir a todo el mundo. De tanta y tanta pejiguera se habrían librado los republicanos si desde el primer día (24 de Febrero) en que apareció el serpentón monárquico-radical le hubieran cortado, con certero golpe, la cabeza. Así lo pensaba yo, y si no me lo estorbase mi respeto al gran Pi y Margall, le habría dicho: «Si usted, mi señor don Francisco, y sus compañeros, hubieran volcado con un audaz gesto revolucionario la Asamblea llamada Nacional, quitando de en medio a puntapiés a toda esta caterva de ambiciosos egoístas, tendrían despejado el terreno para fundar desahogadamente el régimen nuevo. No se pasa de aquello a esto sin cerrar con cien llaves el arca de los escrúpulos, aplicando calman-