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ser invisible, que por la pesadumbre de sus pies debía de ser tan grande como la vieja torre de Santa Cruz... Con esta sugestión terrible, precedido de los pasos de la figura gigantesca sustraída por arte mágico a la visión humana, llegué a la Puerta del Sol; avancé por ella tambaleándome, porque allí los pasos formidables del ingente fantasma imprimían al suelo una trepidación honda y convulsiva...

El invisible caminante, que era sin duda como una montaña con pies, se dirigió a Gobernación. No acierto a expresar mi asombro cuando sentí, no puedo decir vi, que la pesadilla andante entraba en el Ministerio. ¿Por dónde, si aquella puerta no tenía cabida para uno solo de sus talones?... Yo también entré tropezando, y en la escalinata del zaguán caí desvanecido. Un guardia civil y un portero acudieron en mi auxilio. Bajó en aquel momento un telegrafista amigo mío que me llevó a mi casa.


V

Cuando yo caía en mi camastro al término de una de estas largas y fatigosas peregrinaciones que solían acabar en desvarío sonambulismo, lo mismo que soltaba mi ropa dejándola a un lado, soltaba mis imaginaciones y pensamientos, echándolos de mí uno tras otro, hasta caer en profundo sueño. Dormía,