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gitud, así pensaba: «Y esa Ciriaca que ha dado la noticia, ¿quién será? Ciriaca, ¿dónde estás?».

Convencido de la inutilidad de mis pesquisas, me metí por la Concepción Jerónima. Pasé por delante de la tienda y casa de mi ex-barragana María de la Cabeza Ventosa de San José. ¡Oh témpora, oh mores! La tienda estaba cerrada. En uno de los balcones del principal había luz. ¿Qué estaría tramando la que fue mi señora y tirana?... Del portal salieron dos señores en quienes reconocí a don Francisco Bringas y a don Plácido Estupiñá. Eran los contertulios de Cabeza en la era feliz de mi prepotencia en la casa... Pasaron sin reparar en mí. Pesqué al vuelo esta gangosa frase de uno de ellos: «Y Zorrilla en Tablada. Tráiganlo de una vez, que si no, vamos a tener aquí la hecatombe hache...».

Seguí hasta la calle del Sacramento, que siempre me cautivaba porque allí vivió mi Obdulia cuando estuvo al servicio de la señora Marquesa de Navalcarazo. Pisando las aceras de la calle solitaria vibraba en mi oído la tierna voz de Obdulia, repitiendo aquella frase patética y un poquito cursi: Si oyes contar de un náufrago la historia... De pronto me encontré junto a una boca de alcantarilla, abierta, por la cual salía una ronda de poceros que terminaban su servicio en aquellas profundidades. Uno de ellos, calzado con altas y gruesas botas, estaba ya fuera; otro, al asomar la cabeza y hombros por el agujero, soltó estas palabras: «Vus lo digo otra vez. La República tiene que ser para los republica-