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á ese Martos?». Andando, andando, me metí en la calle del Amparo. Subiendo por ella, vi que bajaba un hombre... ¡Ay; era Aquilino de la Hinojosa!... Cuando ya estaba cerca me detuve como cortándole el paso. Él también se paró cual si quisiera reconocerme. No era Jinojo, y sentí que no lo fuera. Nos flechamos con fugaz mirada recelosa, y él siguió calle abajo, yo calle arriba.

Continuando mi ronda entré en un estanco, pienso que en Mesón de Paredes, a comprar cigarrillos. En el breve rato que allí estuve, rasgaron mi oído estas palabras, que dijo la estanquera hablando con otra mujer: «Se fueron a Filipinas, sí señora; pero al llegar a Barcelona... lo sé por la Ciriaca... ella se le escapó, y el muy judío tuvo que embarcarse solo». Me detuve anheloso de oír algo más; pero se interpusieron otros compradores y me quedé in albis. Medio trastornado volví a la calle, y al salir a la plaza del Progreso vi una mujer, dos mujeres, grupos de mujeres, y todas ellas me parecían reproducción fiel de Obdulia, o más bien la propia Obdulia multiplicada... Giré en torno mío; di pasos adelante, pasos atrás, y atontado tuve que agarrarme a la verja del jardinillo para no caerme... Repuesto de aquel mareo, me dirigí como una flecha hacia la calle de Barrionuevo, donde Aquilino vivía y de donde seguramente salió el matrimonio para su viaje a Barcelona. Me asaltó la idea de que en dicha calle podía yo encontrar algún indicio... Recorriéndola dos o tres veces en toda su lon-